Cuando el alfa llora: Heridas que se vuelven gloria
Desde fuera, mi vida parecía perfecta. Alcancé metas que muchos considerarían imposibles: éxito, admiración, riqueza, logros que pocos imaginaron posibles para aquel niño tímido y frágil. Pero aprendí algo: toda esa gloria que me di a mí mismo me dejó vacío. La única vez que me sentí verdaderamente lleno fue cuando decidí vivir para darle gloria a Dios.
No siempre fui este hombre seguro. Crecí con cinco heridas profundas que moldearon mi carácter y mi forma de ver el mundo. Las comparto no para buscar culpables, sino para mostrar que todos, en mayor o menor medida, hemos sentido algo similar… y que es posible sanar.
Rechazo.
En la escuela, me sentía distinto y no siempre encajaba. Mi físico, mi forma de ser y mi personalidad me hacían un blanco fácil. A veces intentaba defenderme, pero muchas veces solo me quedaba el silencio y la sensación de no ser suficiente.
Abandono.
Hubo etapas en las que me sentí solo, como si tuviera que aprender a cuidarme por mí mismo. Experiencias de distancia, de ausencia, de no tener a quién contarle mis alegrías o mis miedos. Aprendí a observar en silencio y a adaptarme.
Humillación.
Recuerdo momentos en los que me sentí expuesto o ridiculizado. Palabras, gestos o bromas que, aunque tal vez no buscaban herirme, me hicieron sentir pequeño. Hoy entiendo que, muchas veces, quienes más amamos son los que más pueden lastimarnos.
Injusticia.
De niño, no siempre entendía por qué algunos esfuerzos parecían pasar desapercibidos. Esa sensación me enseñó a valorar profundamente cuando alguien reconoce el esfuerzo de otro.
Traición.
Una herida que no detallaré, pero que me enseñó el valor de la confianza y la importancia de cuidarla.
A los diecisiete años, viví mi primer llamado de Dios. Un secuestro de unas horas me mostró lo que es correr por tu vida y buscar refugio sin encontrarlo. Poco después llegó la invitación al seminario. Me sentía en gracia, veía cada paso como un regalo, incluso con dificultades físicas. En Pentecostés, oré sin sentir nada… hasta que días después recibí un don: hambre insaciable por aprender. Eso me llevó a logros académicos y profesionales que superaron cualquier expectativa. Y sin embargo, dije que no al seminario. Tuve miedo. Y espiritualmente, me apagué.
Mi segundo llamado fue brutal: un accidente en motocicleta casi me mata. Cirugías, dolor diario. Hoy, el dolor sigue, pero no lo rechazo: lo agradezco. Dios me dejó claro: yo no soy mi cuerpo, yo soy espíritu. El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional.
El 30 de julio de 2025, decidí que estaba listo para seguirlo. Ese día le entregué mi vida a Cristo. Desde entonces, camino confiado, sabiendo que vendrán más retos y sufrimiento, pero sin temor, porque Él es mi pastor.
Hoy elijo no cargar con resentimiento. Lo que viví no lo olvido, pero lo perdono. Me quedo con los aprendizajes, con la empatía que siento por quienes han pasado por algo parecido. Y con la certeza de que la vulnerabilidad no te quita fuerza; te la multiplica.
Si un día me ves con lágrimas en los ojos, no dudes: esa es la lágrima de un hombre alfa.